El mito de Frankenstein (y III)
Archivado en: Cuaderno de Lecturas, Frankenstein, El mito de Frankenstein
(viene del asiento del 8 de julio)
Otro de los asuntos que tiene meridianamente claro cualquier aficionado a estas lecturas tan atractivas, cuyos comentarios me ocupan, propuestas por Timun Más en el fin de siglo, es que la línea que separa al terror de la ciencia ficción, como géneros narrativos, en todos sus formatos, es tan difusa como cualquier línea de demarcación donde no haya aduanas, alambradas o fuerzas encargadas de vigilar el trazado de la frontera. Frankenstein, el personaje -el mito en torno al cual giran estas páginas sobre las que escribo- y la saga cinematográfica de Alien son los mejores ejemplos de esa ambivalencia que todos los aficionados a la narrativa fantástica percibimos.
Sentado esto, Steve Rasnic Tem -que durante muchos años formó un tándem literario con su esposa Melanie, fallecida en 2015-, parece inclinarse más hacia el terror que hacía la fantaciencia. Esta helada región, mi corazón oprime, la pieza del matrimonio incluida en El mito de Frankenstein -además de estar titulada con un hermoso verso- es otra de las cimas de la selección. Subyace en su argumento una loa a ese amor más poderoso que la vida, ante la que me rindo sin más contemplaciones: Esta helada región, mi corazón oprime constituye una de las cimas de la selección, traducida al español en 1996 por Francisco Rodríguez de Lecea.
Los Tem nos presentan a una Mary Shelley -la gran Mary-, ya en su último trance. Espera la muerte en casa de su hijo, ese hijo a cuya educación, una vez muerto Shelley y acabados todos los escándalos, la creadora de Frankenstein dedicó todos sus esfuerzos. La escritora, ya en las últimas, venera el corazón de su Percy, tanto que incluso lo guarda a modo de reliquia.
Y en esos recuerdos, que han de volverle a uno ante la inminencia del final -antes de ese recorrido por los momentos estelares de nuestra existencia que, quienes han vuelto de experiencias próximas a la muerte, dicen que es lo último, lo que precede a esa luz blanca tras la que se apaga todo- a Mary Shelley le vienen a la memoria sus ausentes.
Y entre esos que se fueron, el monstruo vuelve a ella para hacerle los mismos reproches que en el resto de las piezas de la selección, le hace a su creador en la ficción: el barón Frankenstein. Al final es el monstruo quien acaba por dar muerte a la gran Mary. A la vista del romanticismo de Esta helada región… -por otro lado, como toda la narrativa romántica, que siempre es de terror- y de ese tándem literario que formó junto a ella, Steve Rasnic debió de sentir mucho la pérdida de su esposa.
Un loco en la academia, de Esther M. Friesner, premio Nebula al mejor cuento en el 95 y en el 96, así como nominada al Hugo en varias ocasiones, también se vale de la figura de Mary Shelley. Pero para convertir a la creadora del moderno Prometeo en uno de esos cirujanos plásticos a los que son afectos tantos necios que pretenden disimular con el bisturí, y otras técnicas espurias, el envejecimiento natural de los cuerpos.
Godwin Shelley, el Shelley de Friesner -amén de tomar el nombre del apellido del padre de la gran Mary, William Godwin-, es un mad doctor del mundo del espectáculo que, merodeando por el cementerio californiano de Forest Lawn se encuentra con una actriz diletante -Polly-, que roba cadáveres, y decide convertirla en el objeto de sus reconstrucciones.
Lo que pasa es que los restos de los que se vale el doctor Shelley, para hacer de Polly la más bella, son los que ha ido quitando en sus retoques a otras actrices diletantes. Finalmente, cuando Polly recibe un premio, ellas, las donantes, reconocen aquello que fue suyo en el cuerpo de la otra y se abalanzan sobre ella para quitárselo.
Aquí el monstruo acaba por ser Polly -quien empieza siendo una especie de Igor- pero son tantas las referencias publicitarias y los chistes fáciles -y sin gracia alguna- que Un loco en la academia es un relato que no se puede tomar en serio porque ni su propia autora lo hace.
Última llamada para los hijos del Shock, de David J. Schow, es la excepción que confirma la regla pues se trata de una historia de licántropos que, condenados a la inmortalidad por su condición, se reúnen periódicamente en el club nocturno del que uno de ellos es el encargado.
Documentándome sobre Schow he descubierto un dato: fue el principal teórico -no sé si el único- de lo que él llamó el “splatterpunk”, una literatura, muy de los años 80, caracterizada por la descripción, con todo lujo de detalles, de los terrores sobre los que versa. Fue el mismo Robert Bloch quien rebatió a Schow convenientemente.
Karen Haber, como todos los autores reunidos aquí, a excepción de los muy consagrados -Brian Aldiss, Kurt Vonnegut, Philip José Farmer y algún otro- pertenece a cierta generación de autores de science fiction nacida mediado el siglo XX en Estados Unidos. Victor, es el título de su propuesta y no engaña a nadie: su asunto es un regreso al tema de la responsabilidad del barón en las muertes del monstruo que ha creado, otra de las constantes de la selección. Su comienzo es lo más interesante, en él se da noticia del ahorcamiento de Justine -la criada- a quien se cree asesina del pequeño Will, el hermano menor del barón. Y después, los demás crímenes. Y todo ello porque el barón -y decano de los doctores locos- ha matado a la que debía de haber sido la compañera de la abominación que ha creado.
Indiscutiblemente, en la cirugía actual, pocos empleos pueden ser tan adecuados para los modernos Frankenstein como el de cirujano plástico. En estas páginas es un tema sugerido por primera vez por Esther M. Friesner y Garfield Reeves-Stevens vuelve a incidir en él. A mi juicio, con mucho más tino que su predecesora. Aunque la pieza viene firmada solo por Garfield, es frecuente que este autor escriba sus novelas junto a su esposa Judith. Ése ha sido el caso de algunas concebidas para la colección Star Trek. Muy elogiados por Stephen King, los Reeves-Stevens han trabajado para la televisión -como animadores incluso- y hasta para la NASA.
En Quinta parte, su relato, Reeves-Stevens no desmerece todo ese recorrido profesional que le avala. Samantha Grant, su protagonista, es otra actriz diletante y aficionada a la cirugía estética. Cuando la conocemos está cenando con un productor de Hollywood. Convencida de que el tipo la quiere seducir, ella no parece tener mayor problema en dejarse. Para eso, para estar segura de gustar se ha hecho todos los retoques corporales que ha podido. Está dispuesta a entregarse a su anfitrión siempre y cuando consiga, a cambio, sus propósitos. Sin embargo, aunque se cree lo suficientemente astuta para evitarlo, su productor la narcotiza mediante una de esas drogas que suprimen la voluntad de quien las ingiere.
Estando ella ya en dicho estado, sin poder defenderse, sin poder hacer movimiento alguno, el productor confiesa a Samantha que ciertas partes de su hermoso cuerpo le hacen falta a él -esa quinta parte aludida en el título- para recomponerse a sí mismo. Precisamente, ha sido el cirujano de Samantha -de quien ella nos ha hablado al contarnos todos los arreglos que se ha practicado para estar más atractiva, y quien, al descubrirse la verdad entra en escena- el que ha recomendado al productor a la que va a morir y, por lo tanto, no va a triunfar en Hollywood. Es por eso por lo que la ha invitado a cenar a su extraña casa, en la que no faltan recuerdos de otras actrices diletantes que corrieron la misma suerte antes que ella.
Francesca Stein, además de una clara alusión al apellido del barón y decano de los científicos locos, es el nombre de la amiga más íntima de Johanna, la mujer del narrador de La pequeña Frankie. Joyce Harrington, su autora, ya fallecida, fue, como todas las aquí reunidas, una cultivadora del género muy celebrada a comienzos de los años 90, cuando Byron Preis Visual Pubications, Inc editó The Ultimate Frankenstein, título original de la selección que me ocupa. Como John Clute no la incluye en su Enciclopedia ilustrada de la ciencia ficción (Ediciones B, Barcelona, 1996), el texto que, desde que, apenas lo descubrí, marcó un punto de inflexión en mi acercamiento al género, Joyce Harrington me parece tan buena como pueda serlo cualquier otro de los incluidos -a excepción de Aldiss, Vonnegut y Farmer, como vengo diciendo-, sin embargo, su pieza es otra de las que sobresalen del resto por su ingenio.
La amistad entre Johanna y Francesca, se remonta los días en que ambas coincidieron en el jardín de infancia. Superdotada, pero a la vez retraída desde niña, Johanna era la que defendía a su amiga cuando las otras niñas la acosaban.
Con el correr de los años, Francesca se convierte en una auténtica eminencia de la ingeniería genética: hace gente a la carta. Aunque recela del marido de su amiga, va a pasar unos días a casa de él y de Johanna. Poco tiempo después de irse, muere la hija del matrimonio, la que pusieron el nombre de Francesca en homenaje a la eterna amiga de la madre. Johanna se sume en la depresión que cabía esperar. Pero Francesca aún guarda una sorpresa a sus amigos: vuelve a visitar al matrimonio con la pequeña Frankie perfeccionada. Efectivamente, Francesca la mató para recrearla. Johanna está encantada con el cambio, hasta que advierte que su nueva hija no tiene ombligo, la evidencia física de que estuvo unida a ella. Así las cosas, la madre que no lo es enloquece y mata a la pequeña Frankie, antes de disponerse a dar muerte a su vieja amiga por haber asesinado a su verdadera hija. Pero Francesca se defiende y acaba siendo ella la que acaba matando a la madre como mató a la hija.
La historia acaba con el narrador, ya viudo, escribiendo columnas para la prensa -es periodista- en un lugar apartado.
Piedad para los monstruos de Charles de Lint, incide en el tema de la compañera del moderno Prometeo. Pero lo hace desde una perspectiva diferente. Diríase que su condición de canadiense -este autor nació en los Países Bajos, pero emigró de niño, con su familia, a Canadá-, le aparta del resto de sus compañeros de antología. Quiero creer que eso de que Harriet, la protagonista de Lint, sea una estadounidense transterrada en Inglaterra, tiene algo que ver con todo eso.
El caso es que cuando Harriet, en esa ciudad que no parece Londres pero -insisto- sí es inglesa vuelve a su casa en bicicleta le coge una tormenta. Desorientada y aturdida por la inclemencia del tiempo se topa con un ser, parecido a la abominación de Frankenstein, que la secuestra para llevarla a un edificio en ruinas, ocupado por el monstruo y Flora, una anciana, con cuya evocación de la belleza perdida comienza la narración. Aunque en un principio Harriet incluso llega a medio simpatizar con ella, cuando descubre que Flora está ayudando al monstruo a hacerse una compañera con distintas partes de varias mujeres secuestradas, intenta huir y lo consigue. Ya en el hospital, mientras se repone de la experiencia, recuerda a sus captores con esa conmiseración aludida en el título.
Muerto prematuramente, con tan solo 55 años en abril de 2002, lo que diferencia a George Alec Effinger del resto de sus compañeros en estas páginas es que él fue todo un cultivador del ciberpunk. Y, en cierto sentido, su tendencia a lo punk -es decir, a la basura- también queda patente en La última comida y salchichón para el camino, la pieza con la que concurre a esta selección. Su monstruo parece serlo menos porque también es un homeless y, entre los que no tienen techo -habida cuenta de su mala catadura, más que torpe aliño indumentario- parece que las monstruosidades destacan menos.
La decimoséptima de las abominaciones aquí traídas, tiene hambre el día de acción de gracias cuando se encuentra con una de esas jóvenes solidarias, que gentilmente le lleva a comer un banquete para los mendigos que se celebra en el aparcamiento de la policía. Inevitable la evocación del Beggars Banquet, aquel álbum del 68 de los Stones que, si no recuerdo mal, incluía entre sus canciones Simpatía por el Diablo.
En fin, todo es buen rollo, incluso la policía le trata con cierta conmiseración cuando le recibe en su aparcamiento el día de Acción de Gracias. Lo malo es el día siguiente, cuando el último monstruo de El mito de Frankenstein vuelve a tener hambre y acude al estacionamiento donde le sirvieron veinticuatro horas antes. Huelga decir que, en esta ocasión, el guardia le despecha con la diligencia que cabe esperar.
El monstruo vaga hambriento por la ciudad hasta que decide quitarle el bocadillo a una niña en una reinterpretación del episodio de la muchacha. Es entonces cuando la gente le persigue hasta lincharle. Se acaba así una antología que me ha devuelto al placer de aquellas lecturas finiseculares debidas a esta misma editorial.
Publicado el 25 de julio de 2024 a las 11:45.